
En el momento en que Joh abrió los ojos, supo que era tarde.
La ansiedad de la noche anterior lo había mantenido con la mirada fija en el techo y con los deditos de los pies inquietos, como nunca antes los había tenido. Es esa sensación infantil que no pudo dominar, la que lo mantuvo en vela gran parte de la noche, y ahora, ya de mañana y el sol entrando por su ventana inundándolo todo de luz, lamentaba no haber podido controlar su ansiedad.
-¡Joh malo, Joh malo!- Decía, mientras se vestía con una mano e intentaba torpemente con la otra peinarse. Bajó las escaleras como pudo, tomó una de las tostadas que aún se hacían en el fuego, la untó con mantequilla y se la echó a la boca, mientras terminaba de atar los cordones de sus zapatos. Antes de saltar por la ventana (cosa que acostumbraba hacer al salir) se dio un tiempo para mirarse en el espejo. Ése día no podía darse el lujo de ser un niño desordenado como todos los días. Ése día no. El niño en el espejo le devolvió una mirada tímida y se arregló el cuello de la camisa con dificultad. Una sonrisa cómplice. Una mirada insegura. Corrió por el pasillo central y antes de saltar por la ventana vio a su madre que lo miraba desconcertada.
- Ella no sabe – Se dijo, y saltó.
Un salto en cámara lenta. El aire fresco de la mañana se filtraba por sus dedos, por sus cabellos. Flotaba. Un grupo de blancas gaviotas elevaba su vuelo frente a él. Lentas. Como pesadas ballenas del profundo mar. Los segundos eran minutos. Flotaba. La pileta de la plaza central producía diminutos planetas hechos de agua que se movían lentos hacia el cielo. El sol avanzaba torpe. Naranjo e intenso. El olor de la playa coronaba una mañana hermosa, monedas caían lentas al suelo, papeles volátiles eran barcos flotantes y Joh, Joh flotaba en la inmensidad de su infantil imaginación.
El tiempo se recuperó, cuando sus zapatos rotos tocaron delicadamente el suelo.
-¡Danielle, Danielle!- gritó, mirando el puerto que se extendía calle abajo lleno de vida. Corrió como nunca antes lo había hecho. Tropezó con un puesto de frutas y el tiempo volvió a ralentizarse. Las manzanas rodaban colina abajo y Joh se levantó ruborizado. Corrió. Corrió como nunca antes lo había hecho. Su mirada latente en el puerto, sus manitos que se volvían rojas a cada minuto, el sudor ingenuo que recorría su piel. Como una danza extraña y atemporal, giraba, saltaba, corría y volvía a saltar. Esquivando, avanzando, acercándose a la costa. El perro que cruzaba, los comerciantes que se apilaban. El tiempo que iba y volvía extrañamente ese día.
- Danielle, Danielle –
Una vez en el puerto, descansó sus manos sobre sus rodillas temblorosas. Trató de componerse mientras buscaba entre los barcos aquello que había venido a ver, y fue entonces cuando la vió:
- ¡Danielle! -
Le salió del alma aquel nombre, y recordando lo sucio que había quedado luego de haber corrido tanto, se dio vuelta para limpiarse avergonzado el sudor. Apenado, volvió a girarse hacia el mar, con los piecitos hinchados.
Sonrió y levantó el brazo. Algunos extraños de alrededor lo miraban con rareza.
- ¡Perdona la tardanza, pero anoche no pude dormir!- Gritó, soltando una carcajada nerviosa.
Su madre, lo había perseguido carrera abajo y había llegado minutos más tarde, lo observaba atónita unos metros atrás.
- ¡Danielle, vuelve pronto!- dijo, mientras sacó de su bolsillo un papel. Levantó el brazo y lo lanzó. La carta se elevó, en dirección al mar.
Las lágrimas comenzaron a recorrer el rostro de su madre. Temblorosa, se acercó al lado de su hijo pequeño y le tomó la mano.
- ¡Mamá, mira a Danielle, mira que hermoso barco se ha ganado! – decía, consternado ante lo que veía. Moviendo incansablemente su manito como diciendo adiós.
- ¿Cómo va vestida, Pequeño Joh?- Preguntó la madre, limpiándose el rostro y tragando una buena bocanada de aire-
- ¿Acaso no la puedes ver, Ma?
- Dejé los lentes en casa hijo-
- Pues un vestido blanco. Que hermosa se ve Ma. Ahora sonríe. Ahora levanta el brazo y se despide. ¡Adiós Danielle, adiós! Levanta el brazo Ma, sino Danielle cuando regrese no nos traerá nada. Ya su barco de cristal comienza a hundirse en el mar…-
Cada palabra que Joh decía, era un puñal que se clavaba en el alma de aquella mujer, que se entregaba en secreto al dolor y a un vacío que solo ella pudo entender desde entonces. Compungida, elevó su brazo, despidiéndose.
Joh, moviendo la cabeza como diciendo “los adultos no saben nada” se acercó frente a su madre y le dijo:
-Ma, ¿Por qué lloras? ¿Ya no tienes la barriga grande porque Danielle se ha ido de viaje, cierto? ¿Ya no está más en tu vientre, verdad Ma?-
- No hijo, ya no está dentro, se ha ido esta mañana.- Dos lágrimas recorrieron su hinchado rostro, y cayeron sobre las manitos de Joh, que recorría con cariño su vientre.
- No te preocupes, es solo un viaje Ma –
- Pues que así sea Pequeño Joh, que así sea –
Una madre en la costa miró el límite que producía el cielo y el mar, como intentando ver algo más. El tiempo volvió a hacerse lento esa mañana. Una mirada materna en cámara lenta, para siempre.
Dedicado a Daniela Flores (1983 – 2006)
Texto y Fotografía : Felipe Mercado